Trescientos sesenta y cinco días. Lo llaman año. De hecho ha pasado más que eso. Han pasado veinticinco meses desde que te conocí. Han pasado trece meses desde que te vi la última vez, desde que me abrazases y me dijeses adiós.
Han pasado tus chicas, mis chicos, mis paranoias y tus problemas, mis noches en vela y tus días en la cama, mis tardes y tus tardes de profunda desazón ante ¿qué? Ante algo que ni siquiera sabemos qué es, pero nos preocupa sin preocuparnos lo que sea que es.
Y podrán seguir pasando años, meses, días, horas, minutos y segundos; chicos y chicas; días, tardes y noches; problemas y paranoias, pero lo que no pasará nunca es lo que pasa por mi corazoncito de hielo, de hielo congelado y escarchado hasta lo más recóndito de él, frío como un témpano, que tú y sólo tú conseguiste ablandar y derretir con sólo el calor de una simple sonrisa y una bonita mirada que tiene no sé qué que me hace caer y caer hasta no sé qué profundidad en un sueño tan tierno y maravilloso que nadie nunca jamás desearía despertar porque hasta la realidad más hermosa y extraordinaria, por muy real que sea, no lograría superar.
Tantos meses construyendo la fortaleza más resistente que se pueda imaginar, congelando poco a poco mi corazón para estar preparada para verte de nuevo y cuando me dices que este año no te veo y yo veo la luz porque pienso racionalmente que así no voy a caer de nuevo, me doy cuenta de que no es luz sino oscuridad y que ni fortaleza ni corazón congelado, nada tiene sentido si pasa otro año sin verte. Parece que en el fondo lo necesito…que verte una vez al año, durante unos días, es como el chute de droga que necesito para continuar el resto del año y aguantarlo hasta que un año después vuelva a derretirme en tu mirada.
Este año no he tenido mi chute, este año no te he visto…y se presenta el final del verano y el comienzo del curso tan raro, extraño y anómalo que no sé cómo reaccionar ante todo. Fin de todo y comienzo de algo…nuevo, mejor, optimista y con la vista puesta en un horizonte con mar, con una puesta de sol jodidamente bella que anuncia una nueva fase (la noche) aun más bella (si cabe), con una cielo tan plagado de estrellas que uno decide no volver a dormirse jamás para disfrutar plenamente del placer que le ofrece esa nueva fase, de los miles de millones de estrellas brillantes que se extienden ante sus propias narices.